Esta mañana
Twitter se ha desperezado hirviente por unas palabras que dijo ayer el Papa
sobre que si alguien insulta a su madre –a la del Papa, no a la de Twitter- recibirá
un puñetazo. Todo esto en referencia al motivo último que ha llevado a los
asesinos musulmanes ha matar a los caricaturistas de Charlie Hebdo –y a quien
se ha puesto por delante, que una vez puestos a matar es un no parar-. Y,
claro, el puñetazo pontifical ha dado mucho de sí.
Es cierto que
las palabras del Papa pueden pecar de ingenuas, de imprudentes o de indiscretas
–es argentino, tampoco vamos a pedirle peras al olmo-, pero en el fondo son
totalmente ciertas. Ése, el de defender y desagraviar la ofensa a una madre con
un buen sopapo, es el mismo principio por el que los yihadistas hacen lo suyo,
como el escorpión. No es justificable, por supuesto, pero sí es comprensible.
Y no es
justificable porque, a pesar de basarse en el mismo principio de desagravio por
el castigo, la desproporcionalidad es evidente: que respondas a lo que
consideras burlas sobre Mahoma con 17 asesinatos es, digamos, un pelín
exagerado. Además, tampoco lo justifica el error de los musulmanes, esto es,
arrogarse la función de juez sobre la vida y la muerte de las personas sin
autoridad para ello.
Ahora bien,
los católicos que han puesto el grito en el cielo obvian un pasaje evangélico,
bastante olvidado en los tiempos modernos cuando no manipulado o manoseado para
darle un significado distinto del que literalmente tiene. El pasaje, seguro que
ya lo han adivinado, es Jn 2, 13-22.
De la
violencia, así en general, les hablo otro día. Que hoy he dejado algo al fuego
y se me quema.
Orisson
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