La lucha de clases
interesa. Es mi conclusión, naturalmente. Interesa a los sindicatos e interesa
a la patronal. Ambos sacan de la confrontación tajada. Todo, menos reconocer
que un sindicato útil es el que integra a las partes del sector involucradas en
la producción. Si se admitiese la definición reduciría al absurdo todo el
montaje laboral de los últimos cuarenta años.
Ni a favor de la reforma
laboral ni de la utilidad de una huelga que no sirve más que para que dos
españas se enfrenten en una guerra ficticia: la de los intereses encontrados de
empresarios y obreros.
Bueno, no tanto. Porque,
efectivamente, los intereses de estos empresarios y de estos obreros de 2012
son no ya encontrados sino irreconciliables. Antes, en otras épocas y en otros
países que cuesta identificar con el nuestro, aunque se llamasen también
España, el papel de empresarios y trabajadores estaba tan identificado que
formaban parte de un mismo colectivo. El fin social de las empresas no era una
parte fundamental de su actividad sino la trama justificante de su actividad.
Es decir, el empresario que se animaba a emprender un negocio, por encima del
cálculo de beneficios, tenía presente que la empresa por nacer cumpliría un fin
social que era el enriquecimiento de la nación a través del enriquecimiento de
los obreros que operaban sus máquinas, la necesidad de la mercadería que se
manufacturaba y la excelencia de la misma, aquello que catapultaba, en aquél o
en otros mercados, la marca -la marca propia y la marca España, frasecita tan de moda en labios poco aficionados a
hacer de verdad patria-. A esto
último, en los nuevos tiempos, se le vino a llamar de forma técnica, valor
añadido, aquello por lo que se diferenciaba un lapicero fabricado en Teruel de
uno fabricado en Cantón. Uno podía perfectamente quejarse, por ejemplo, de la
falta de patriotismo de una empresa si las guitarras que fabricaba eran
comparables a las que fabricaría un chino. La empresa común de empresarios y luthiers era fabricar las mejores guitarras del mundo para que
todo aquel que quisiera una guitarra de calidad comprase las nuestras y no las
de otros.
Esa empresa común se rompe
con el advenimiento del liberalismo económico. Ahora la función del empresario
es obtener el mayor beneficio posible. ¿Cómo? A igual demanda, reducción de
costes. ¿En qué? Imaginen. Primero, fuera la marca España. Se relaja la calidad de las maderas, colas y
barnices. El producto pierde sus adjetivos en el camino y ya nadie compra
nuestras guitarras por ser las mejores sino por ser guitarras. Se despide a los
luthiers y se contrata ebanistas,
carpinteros, herreros o fontaneros. Se contratan menos ebanistas, carpinteros,
herreros y fontaneros que luthiers
había entonces, se reducen los salarios y se exige que la productividad no
decaiga. Peor pagados, recortados no sólo privilegios sino también derechos,
los obreros entienden, necesariamente, que son el conejillo de indias sobre el
que se va a edificar el Mercado y deciden organizarse. ¿En qué? En unos
sindicatos despersonalizados y tildados de clase que, lógicamente, ven en el empresario al enemigo. Ya
la tenemos montada. Los sindicatos exageran su papel social y reclaman al
estado la protección que antes tenía el sindicato vertical que agrupaba a
empresarios y trabajadores de las seis cuerdas. El estado ampara y subvenciona,
patrocina al sindicato de empresarios y al sindicato de obreros y nadie sale
beneficiado de la jugada, ni el estado ni el empresario ni el obrero. Pero da
lo mismo.
Esta visión simplista de la
realidad no gana complejidad con la aportación de un dato fiable. La
especulación es el presente y el futuro. Los periodistas damos cifras en tantos
por ciento de primas de riesgo y alzas y bajas en los mercados internacionales
de divisas. Nadie, ni nosotros mismos, sabe de qué hablamos pero intuimos que
es de eso de lo que hablamos, que eso es lo sustantivo de nuestra conversación
económica, que ahí está el meollo. Y no nos equivocamos en la apreciación. En
lo que nos equivocamos mucho tiempo antes es en la definición de la palabra economía.
Si el ser humano deja de ser el eje de ella es en este baile absurdo de cifras
en lo que se convierte. El hombre debería ser el origen y motor de la economía;
las empresas deberían añadir valor añadiendo realización personal en sus
operarios; los obreros deberían saber que su trabajo colabora en el crecimiento
de la empresa y, por ende, de la nación; debería ser una cuestión de
patriotismo el trabajo bien hecho y no la chapuza generalizada lo que justifica
los buenos datos de productividad. Con esta deriva, ¿cabe extrañarse de que los
trabajadores nos hayamos convertido también en una cifra en el balance de
resultados? ¿Puede sorprender a alguien que el empleado no sea ya el principal
activo de la empresa?
Creo que a nadie. Como decía
al principio, ni a favor de la reforma laboral planteada por el Gobierno ni a
favor de una huelga general que no beneficia más que a los que tienen que
justificar su sueldo como líderes sindicales. La empresa y los sindicatos están
en contra del pueblo, sustrato de la nación, y se ceban en golpearlo con cada
gesto y con cada decisión. Podría estar a favor de una huelga general planteada
al sistema, pero me da una higa el hacerle una huelga a un Gobierno que no es
ni mejor ni peor -ni puede serlo- que el precedente o el que esté por venir. El
29 trabajará el que no tenga más remedio que hacerlo, y no por estar encuadrado
en lo que llaman “servicios mínimos”, sino porque de otra forma perderá el
empleo en favor de unos o de otros pero jamás de sí mismo. Los sindicatos dirán
que han ganado la partida y el Gobierno afirmará que la huelga ha sido un
fracaso. Es una historia muy vieja, tan vieja como la explotación del género
humano, como la humillación del esclavo, como los grilletes de las galeras.
Queda aire para respirar pero está fuera de este sistema montado sobre las
espaldas de los españoles, ajeno totalmente a sus necesidades. El 29 sólo cabe
capear el temporal.
Juan Manuel Pozuelo