Les voy a contar un secreto: un amigo mío, un buen amigo
mío, se casa inminentemente. Y, claro, uno no puede dejar de pensar en
bodorrios a los que ha asistido y en todas esas imágenes que bien servirían
para una antológica película italiana de los cincuenta, con escote de Sofía
Loren incluido. ¿O quién no ha visto en un casorio alguna invitada generosa de
pechuga mostrándola con fruición? Y lo mismo digo del cura párroco que come en
el banquete como recién salido de un ayuno franciscano de años, y les aseguro
que curas así, aunque no sean habituales, haberlos haylos. O de la madrina más
preocupada por que la boda de su hijo
salga como su propia boda no salió que de que se cumpla la voluntad de,
precisamente, su hijo. O de las
amigas de la novia, acaloradas y con sofocos ante semejante visión: menganita
casándose, quién lo iba a decir -extraordinario el capítulo de las amigas
solteras de la novia y su mala leche concentrada que merece un artículo aparte.
O dos-. O del sempiterno tío con el sempiterno cebollón a base de tintorro o
garrafón, o ambos, que agarra indiscriminadamente cualquier cintura de fémina
que tenga la osadía de pasar a menos de dos metros de la columna que sostiene
el inestable equilibrio del susodicho. O de los preadolescentes dando sus primeras
caladas a puros abandonados o apurando los posos alcohólicos de las copas
despreciadas. O del ramo de la novia de mano en mano hasta que se convierte en
un amasijo disforme de pétalos, hojas, tallos y alambres -de subastas de ligas
que recorren las coronillas de los invitados mejor ni hablamos-. O del padrino,
a lo don Vito, haciendo la recolecta de sobres y juzgando con la mirada según
la generosidad o racanería de cada cual. O de los parientes lejanos, no se sabe
muy bien invitados por quién, cantando insistentemente letras inapropiadas y
exigiendo magreos tras cada beso concedido por la autoridad, haciendo de
tendido 7 del ruedo de la boda. O de las tías que, entre sollozos, afectadas por
el blanco peleón, creen felicitar a los novios diciéndoles que duréis
mucho, que duréis mucho. O de los amigotes
del novio, con la corbata en la frente y la chaqueta del revés, que corean sin
parar el nombre de su amigo como si de un mantra lamaísta se tratase. O del
pinchadiscos y su Paquito el chocolatero, La cabra, El
tractor amarillo y tantísimas otras
fermosas melodías con las que ameniza el baile, o, mejor, la cantante gorda que
pone todo su esfuerzo en imitar a Whitney Houston mientras los invitados
ovacionan cada gallo que sale de su garganta. O del exquisito maître ofreciendo soberbio ni más ni menos que la mismísima
Tizona para cortar la tarta de nata de cinco pisos. O del grupo de ancianos
rijosos que murmuran entre sí expresiones picantes entre risitas. O del primo
raro y solitario que, desde su puesto junto a la barra del bar y mientras
acompaña el compás de la música con la punta del pie, reparte magnánimo
sonrisas oblicuas y guiños imperfectos.
En fin, lo que les digo, que un buen amigo se casa. Y todo
esto de antes es adorno: lo importante no es eso, y mi amigo bien lo sabe.
Desde aquí mi más sincera enhorabuena, que seáis muy felices.
Diego Garijo
No me voy a dar por aludido, que lo sepas, majete
ResponderEliminar¡Y que duren mucho!
ResponderEliminarSupongo que pensabas ir a la boda... hasta que te has leído. ¿No?
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