Su rala melena pajiza, teñida una y mil veces, le da un
aspecto de espantajo terrible mientras las vértebras cervicales asoman entre
los tirantes de su camiseta formando una grotesca cresta en su encorvadísima
espalda. Los hombros huesudos, también al aire, la muestran como colgada de una
percha, abandonada en un armario vacío y sucio. Desechada.
Los músculos de los brazos han cedido a los no menos de
sesenta años de edad y forman unos amorfos colgajos que se menean según ella se
apoye en una u otra mano para mantener el equilibrio y agarrar su tabla de
náufrago, su whisky barato. La camiseta acaba abruptamente a la altura de los
riñones y, como un palmo más abajo, comienza una diminuta minifalda de cuero
reluciente. La indiscreta parte superior de la falda deja ver la goma, y lo que
no es goma, de la ropa interior de color rojo. O fucsia. O rosa. O algo así. Toda
su piel -brazos, hombros, espalda, piernas- está renegrida, salpicada de
manchas y cuarteada
El camarero, raudo, acude al otro extremo de la barra a
atender a un nuevo cliente y ella, tras dudarlo unos instantes y convencida de
que nadie la ve, intenta tres veces ponerse de pie. La primera resbala sobre sus tacones de un palmo y choca
contra la barra; la segunda disimula e intenta ayudarse con el taburete; la
tercera finge que se le ha caído el mechero. Procura agacharse a recogerlo y, cuando
está a punto de perder el equilibrio y darse de morros contra el suelo, me
descubre observándola y súbitamente vuelve a la posición vertical. O
relativamente vertical. Mira hacia el techo, suspira y, mientras dice que no
con la cabeza, pide a gritos otro whisky. El cuarto. Sin haber terminado el
tercero. El camarero, sin decir palabra, se lo sirve y ella insiste en que le
eche más cantidad . Él me mira fugazmente avergonzado y, finalmente,
vierte otro chorretón.
Se da media vuelta y veo como del escote generoso asoma un
pecho arrugado por demasiadas horas de sol, o rayos UVA, o simplemente décadas
de edad. La marca de la camiseta se retuerce sobre su vientre y forma un
amasijo irreconocible. Ella me sonríe con la boca pintarrajeada de rojo
-definitivamente hace muchas horas que salió de casa-, guiña un ojo y alza la
copa hacia mí. No me cabe la menor duda de que fue guapa pero hace ya demasiados años. Decido que es el momento de irme. Dejo sobre la mesa lo que debo
y, al levantarme, siento la necesidad imperiosa de decirle algo, lo que sea. “Suerte”, le digo como un idiota y salgo a la calle. Sin mirar atrás. Ya no.
Diego Garijo
Tu relato me gusta. Es expresionista, sincero, cinematográfico. Lo mejor el final, que se adapta a diferentes interpretaciones, un final abierto y múltiple. Y real, como la vida misma.
ResponderEliminarGuau.
Castilla del Pino afirmaba que esta sociedad primero neurotiza a las mujeres y luego las desprecia por neuróticas. Este artículo es de un misógino amargadete.
ResponderEliminarPoético, crudo y real. Da que pensar, abre la mente del lector, al que le da la impresión de haber presenciado la escena en primera persona.
ResponderEliminarUna prostituta, un parado, un currito, un "amigo", ... a uno le da la impresión de revivir esta escena a diario, cuando egoistas de nosotros, usamos a las personas (mujeres y hombres) como medios, y no como fines en sí mismos.
Este artículo no es de un misógino amargadete, ójala, pero no dice nada sorprendente. El autor no se atreve. Se queda en un quiero y no puedo. Es una escena cotidiana más, provista de un halo decrépito que aporta qué. Totalmente prescindible esta entrada. No es mediocre por lo que cuenta, es mediocre por lo que no.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo. Siento deciros que muchas veces los comentarios son mejores y más acertados que los artículos.
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