lunes, 12 de marzo de 2012

Una historia del metro

Miren, entiendo muy bien la alienación de las grandes ciudades, el despiste generalizado y el subyacente mirarse el ombligo que todos padecemos en la misma proporción que perpetramos. Y todo eso está muy bien, sirve de excusa todoterreno, una especie de salvavidas para no llegar a reconocer nunca lo que es tan claro para mentes no necesariamente preclaras: que hemos metido la pata, que hemos patinado, que nos hemos columpiado más de lo estrictamente necesario. Pero déjenme que los ponga en antecedentes que si no me voy por los cerros de Úbeda.

Suelo viajar en metro por Madrid, lo reconozco. Y no es por una especie de solidaridad con el proletariado ni por conocer más de cerca a mis semejantes ni nada de eso. Supongo que el que yo no tenga coche colabora sobremanera a que cada día tenga que entrar en esa especie de tumba animada que, dicen, es el mejor metro del mundo. Cosa que jamás negaré, y menos siendo usuario. Ya saben, sin coche te quedan dos opciones: o entrenas para peregrino, romero o palmero, o te rindes ante el transporte colectivo. Que están muy caros los taxis. Los cabrones.

Pues bien, allí que andaba yo en mi vagón, de pie pues el trayecto es corto y vayan ustedes a saber qué sudores adornan el transportín, apoyado como estaba en la puerta cerrada opuesta al andén, y entra una señora de metro veinte, rolliza, andando con ese bamboleo tan evocador y, cual un fiel infante, hace un media vuelta, ar, exacto ante mí y, zas, reposa todo su generoso cuerpo sobre mi famélico e indefenso figurín. Es decir, la señora tiene a bien usarme de improvisado almohadón. Tan pancha.


Helado me quedé, no les engaño, y tras unos segundos en los que dudaba de si era sueño o era real, intenté zafarme de semejante acoso. Imposible, me había atrapado sin remedio. Lo intenté de nuevo y la señora, con un nada sutil movimiento de cadera, me arrinconó todavía más y se arrellanó más anchamente. Sobre mí, no hace falta decirlo. Contra mí, para qué engañarnos.

Con el poco aire que quedaba en mis pulmones tras el asalto y conquista de la señora conseguí susurrar que quizás no se había dado cuenta, señora, pero yo estoy aquí. Debajo. Pero, vaya por Dios lo que son las cosas, justo en ese momento la algarabía constante y monótona que siempre amortigua cualquier conversación en el metro calló y mi queja pudo parecer un insulto. Pareció un insulto, de hecho, y mientras la señora indignada me aclaraba que no, joven, de ninguna manera que yo estaba apoyada en esta barra, el resto del pasaje empezó a mirarme mal, a señalarme, a murmurar sobre mí. Un asedio en toda regla sobre la posición reconquistada.

Como salvado por la campana, el tren llegó a la siguiente estación y, con un sentido ¡a la mierda todos!, me bajé triunfante como un Cid redivivo. Y es cuando me puse a pensar en estas cosas que les cuento: que una sombra de egoísmo incívico planea sobre nosotros. O bajo nosotros, si es que hablamos del metro.
Y los taxistas, esos psicópatas, riéndose. Cabrones.

Diego Garijo

1 comentario:

  1. Para las señoras se han creado a lo largo del tiempo unas 200 líneas de autobuses de la EMT. No entiendo por qué no les está prohibida la entrada al Metro. ¿Por qué? Yo no entiendo por qué.

    ResponderEliminar

Todos los comentarios necesitarán de la aprobación de un administrador. No se admitirán comentarios con obscenidades ni expresiones de mal gusto, así como insultos, difamaciones o calumnias.