jueves, 29 de marzo de 2012

El mendigo

Tiene los ojos azules, más gélidos que el hielo, y la mirada acerada, profunda y, sin embargo, limpia, transparente. Lleva la cara mal afeitada exceptuando la perilla, larga y puntiaguda, y el bigote con las guías en punta. La nariz, aguileña, está pelada por la intemperie y el pelo grasiento, mugriento, despeinado, forma una especie de morrión sobre su cabeza. El abrigo que lleva colgando del brazo tiene una capa de porquería que, sospecho, no se podría quitar por muchos lavados que se le hiciesen y la chaqueta de pana raída muestra algún pequeño boquete aquí y allá, quemazones de brasa de cigarrillos mal liados. La camisa y el pantalón de franela, ajados, dan calor sólo de verlos. Porque inexplicablemente está al sol de primavera, que hoy calienta sin timidez. Demasiado frío por las noches, imagino, o un lugar más apropiado para pedir, con mayor paso de gente.

Pero él no pide, sólo observa altivo. La postura recuerda a la castrense posición de descanso -pie izquierdo adelantado formando ángulo de 45º con el derecho; la mano derecha agarrando a la muñeca izquierda- y cualquiera diría que está esperando la orden de firmes. A su lado, sentado, está su perro tranquilo, también observando a su alrededor. Es un chucho y está sucio y con heridas pero mantiene un porte bizarro, regio. Como su amo.

Probablemente, en cuanto a mendicidad, no sea una buena estrategia la de no dar lástima: en la gorra cochambrosa que tiene a sus pies tan sólo hay calderilla menor. Una señora lanza sin parar su marcha una moneda que rebota sobre la gorra y cae al suelo. Él mira un instante a la moneda y, con toda calma, hace una reverencia con la cabeza a la señora. A la espalda de la señora, concretamente, que ya está a varios metros. Imperturbable, agacha la espalda con elegancia y recoge la moneda que va a parar al fondo de la gorra. Y vuelve a la posición de descanso.

Me acerco y le entrego un billete en la mano: se lo ha ganado. Me mira a los ojos y me dedica la misma reverencia que a la señora. Pero sigue callado. Aparta la mirada y vuelve a pasar revista a todos los que pasamos frente a él, sin aprobarnos ni despreciarnos. Él sólo nos mira o, mejor dicho, nos concede el honor de mirar. No me da la impresión de que sea orgulloso, de que sea soberbio, tan sólo digno. Quizás sea ya lo único que posea: su dignidad. Más que suficiente.

Diego Garijo 

2 comentarios:

  1. Basta, por favor, basta de costumbrismo casposo. Basta de sensiblerías que parecen sacadas de un misal. Para subrayar la dignidad de un mendigo no hace falta aburrir al personal, joder. Que a esa conclusión hemos llegado todos alguna vez en nuestra vida sin tener que ponernos cursis. El pretendido patetismo que rezuma el texto desvirtúa por completo cualquier intención. Escribe menos y cuenta más, carajo.

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