jueves, 15 de marzo de 2012

Ahora que no nos oye nadie

Ya les conté el otro día mi aventura en el metro de Madrid, aquella odisea -al fin y al cabo se trataba de un viaje, como hacía el fulano ése, el tal Ulises- en la que arriesgué la vida y afronté riesgos sin par por conseguir, al fin, salir victorioso. Y es que el transporte público, y colectivo, es así de entretenido: merece la pena tomarlo siquiera de vez en cuando para, en vez de ir pendiente del caótico tráfico, ir atento al comportamiento en el hábitat natural de los especímenes de alrededor. Aunque en eso es mucho mejor el autobús, dónde va a parar.

Por ejemplo, en el autobús siempre se puede escuchar a un señor explicando por el móvil los más íntimos detalles de su última visita al médico por un atasco intestinal, que no sabes Pepe lo que duele y las cosas que hay que hacer para ir a obrar, o a una señora contando cariacontecida sus planes estéticos, que si botox en la papada, que si liposucción en las pistoleras, que si rinoplastia y otoplastia en oferta dos por uno. Lamentablemente, el espectáculo en la sección juvenil, extraordinario en su día, en el que se contaban los vericuetos de apareamientos entre mamíferos bípedos en lugares públicos, se ha visto seriamente dañado por el avance de la técnica: han cambiado las conversaciones habladas con el móvil por mensajes escritos instantáneos. Por el móvil, también, que ahora se llama smatphone. Y, claro, asomarse a ver qué ha escrito la jovencita pintarrajeada o el jovencito granuliento pues como que da reparo, que a saber cómo se ponen si se hurga en sus secretitos a la oreja virtual de su amigote de turno -secretitos explicados más arriba que, huelga decirlo, hace no tanto los contaban precisamente a escasos centímetros de una oreja ajena perfectamente real y física-.

Sí, vale, venga, son los inconvenientes inevitables de los adelantos en telecomunicaciones, progresos que, no me cabe la más mínima duda, tienen unos enormes beneficios sobre la Humanidad toda. Pero, digo yo, ¿no se da cuenta la gente, esas personas que impúdicamente nos cuentan sus intimidades, que su vida nos importa un enorme y soberbio carajo? Pero, ¿saben?, creo que lo mejor es relajarse y disfrutar de la función: de todos modos en la tele hacen lo mismo y tienen decenas de millones de espectadores.

Diego Garijo

1 comentario:

  1. Aún recuerdo con frescura la escena: mes de julio de 2002, calor asfixiante en la calle, pero frescor a bordo de un autobús abarrotado circulando a la altura de la Glorieta de Atocha de Madrid. Un señor de mediana edad impecablemente vestigo gritando por su móvil: "Sí cariño, ya estoy llegando a la estación de Santa Justa".
    Y más aún, retumban como si las escuchara ahora en mis oídos las risas de las almas allí congregadas. ¿Vergüenza ajena? ¿Hilaridad? Qué más da, esos tiempos no volverán.
    Fiel reflejo de la sociedad: más limpios por fuera, más hipócritas, si cabe, por dentro.
    Othar

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