El Estado español, con su estructura elefantiásica
multicentralista, tiene unos órganos rectores en todos los niveles que no sólo
no cumplen ni hacen cumplir los fines primordiales de la legitimidad estatal
sino que se afanan en subvertirlos contra el propio Estado o en usarlos para
beneficios particulares muy lejanos de los lícitos. Los casos Gürtel o los ERE’s fraudulentos no son excepcionales: no
hay nivel gubernativo que no esté salpicado, en mayor o menor medida, por
corruptelas de todo tipo, por tráfico de influencias, por cohecho, por
prevaricaciones diversas o por malversaciones de fondos públicos. Tampoco hay
excepción en conductas nepotistas para con los miembros del propio partido,
reparto de prebendas, cargos, privilegios, licencias o cualquier otro tipo de
bien físico o jurídico a los más cercanos a la sigla gobernante en cada lugar.
Y, necesariamente, las personas que están encargadas de dirigir el Estado, esto
es, de servir a los intereses del común de sus compatriotas, ejercen una
dejadez siempre culpable en sus funciones y en sus responsabilidades.
Llegados a este punto, es absurdo pretender que lo que falla por la base pueda ser arreglado, reparado por unos superficiales parches de cara a la galería. No ya sólo por una cuestión teórica o incluso práctica sino más bien por el riesgo serio que conlleva de provocar una gravísima fractura social en la nación. Los representantes del Estado no quieren ser conscientes de que no son sus privilegios lo que está en juego, que también, sino la propia paz y el orden necesarios para el crecimiento nacional, exista el sistema de gobierno que exista.
Debemos atrevernos a mirar de frente el problema, a localizar la raíz del mismo y, sin dudarlo, eliminar esa raíz. Si es necesario cambiar el sistema, cambiémoslo; si es cambiar la estructura, no vacilemos; si es ponerlo todo patas arriba para empezar de nuevo, hagámoslo deprisa, antes de que sea demasiado tarde. Por nosotros mismos.
Cruzando el Rubicón
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