Once de marzo. Sólo una fecha, sólo un dato, nada más que una indicación en el calendario. Y tanto, tantísimo que dice, que niega, que sugiere, que calla. Una fecha, nada más, y una enorme herida abierta, infectada de intereses, de imposible cicatrización.
Actos de homenaje y de desagravio donde, al final, lo último que cuenta son los muertos que, unos y otros, usan de arma arrojadiza. Indignación indigna, palabras inicuas, susurros cizañeros que, de soslayo, destruyen lo único que nos puede llevar a la verdad: la unidad.
Justicia, claman muchos. Verdad, gritan otros. Pero en realidad lo que piden nuestros corazones y lo que exige la sangre derramada es venganza. Sí, venganza de un acto infame, de un crimen que nos removió el alma, que nos traspasó el espíritu y que nos cegó, llenándonos de odio hacia nuestros semejantes.
Doscientas ausencias que son usadas como eslóganes cicateros por dos bandos, o más, que sólo quieren apoyar en los cadáveres los cimientos de su particular gloria, efímera y miserable gloria. Y, como resultado, una confusión fea y hedionda, obscena e impúdica, inmoral y traicionera.
Once de marzo. Cuánto por saber, cuánto por recordar. Cuántos por callar.
Cruzando el Rubicón
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