Súbitamente da media vuelta y se apoya en la cristalera, que tiembla. Furtivamente, vigilando suspicazmente a un lado y otro, se arranca la alianza del dedo y la guarda en el bolsillo pequeño del vaquero. Se relaja, respira hondo y comienza, a grandes zancadas y con las manos en los bolsillos, a montar guardia en la esquina, como un centinela. El enorme cuerpo, con una obesidad más que evidente, se bambolea a cada paso. Con la cabeza gacha, mira al suelo como si hubiese perdido algo muy valioso y estuviese ya aburrido de buscarlo.
Impaciente, para de golpe y vuelve a apoyarse bruscamente contra el escaparate. Un dependiente, desde dentro de la tienda, se asusta con el golpe pero, una vez reconocida la causa, vuelve inmediatamente a sus quehaceres. Entretanto, él se hurga torpemente en los bolsillos interiores de la cazadora y saca un paquete de tabaco y una caja de cerillas. Se enciende un cigarrillo y vuelve a mirar a los lados rápidamente, igual que si fuese un fugitivo. Da tres caladas, tira el pitillo al suelo y lo pisa. Saca la cartera, comprueba el dinero que lleva y, con las manos temblando, se queda mirando algo de dentro fijamente, con los ojos abiertos como platos. Mientras devuelve lentamente la cartera al bolsillo trasero del pantalón, mira hacia el cielo y suspira. Un suspiro largo, eterno, casi audible desde aquí.
Vigila de nuevo, intranquilo, un vistazo a ráfagas a derecha y otro a izquierda, mientras comienza a frotarse con las manos. No como quien se frota para mitigar el frío –apenas ha bajado la temperatura- sino más bien como quien se está enjabonando. Me fijo en su vestimenta -pantalones y cazadora vaqueros, polo de rugby, zapatillas de deporte- y no me parece que corresponda con las canas que asoman por toda su cabeza bajo el pelo teñido. O el bisoñé. De hecho apostaría a que ya no cumple los cincuenta años. O cincuenta y cinco, incluso.
Las manos vuelven a los bolsillos y la vista al suelo. De pronto, alguien le tapa los ojos por detrás. Él se revuelve y, asustado, se enfrenta al bromista. La bromista. Es una chica pequeña, delgada, no demasiado guapa y con unas enormes gafas de pasta tapándole su cara pálida. Y es más joven que él. Mucho. Muchísimo. Desde aquí no oigo lo que hablan mientras se acercan y se separan, nerviosos. Sí veo que la chica comienza a caminar moviendo exageradamente las caderas. Él permanece quieto y vuelve su mirada, de nuevo, hacia el cielo. Ella se vuelve y lo llama. Él, sacando una sonrisa Dios sabe de dónde, va hacia ella dando saltitos estúpidos, como un niño. Se agarran de la mano suavemente, como sin querer, y se pierden entre la multitud.
Diego Garijo
Yo era parte de esa multitud. Les oí. Se contaban mentiras. Así es como se sobreviven.
ResponderEliminarRelativismo imperante, motor de la metamorfosis de la mentira en verdad. Mentira cometida y padecida, descubierta, asumida y finalmente asimilada y convertida en "mi verdad".
ResponderEliminarSi la ignorancia hace feliz, y la verdad nos hará libres: ¿sólo nos queda aspirar a felices pero ignorantes, o a libres pero infelices?
ResponderEliminar¿Y qué quieres contar con esto? Demasiada carne para tan poco hueso.
ResponderEliminarLa belleza no necesita ser útil para ser bella
EliminarSi fuera bello...
EliminarCreo que esta historia demanda una continuación...
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